Un divorcio nunca es solo de uno. Es de dos. Dos personas que alguna vez compartieron un proyecto de vida, pero que por diferentes motivos no pudieron sostenerlo. Sin embargo, cuando llega la separación, pareciera que el peso de la culpa y las consecuencias caen sobre uno solo: muchas veces, la madre.
El divorcio nunca es fácil, y cuando hay hijos de por medio, el corazón de una madre queda expuesto a heridas que no siempre sanan rápido.
Muchas mujeres conocen esa historia: ser ellas quienes han estado desde el primer día, cuidando con desvelo, entregando su tiempo, su cuerpo y su corazón, para luego ver cómo, en la adolescencia, su hijo decide marcharse con el padre que puede darle más comodidades materiales.
Esa decisión duele. Porque parece como si todo lo vivido con la madre no contara: las noches en vela, los cuidados desde el embarazo, el esfuerzo por proteger al hijo de los peligros del mundo, la ternura de dormir juntos, las risas compartidas y la compañía constante. Parece como si el amor hubiera quedado en segundo plano, opacado por la comodidad.
El hijo, en su búsqueda de independencia y libertad, cree que está eligiendo lo mejor. Pero lo que muchas madres sienten en lo profundo es una especie de abandono, una ingratitud disfrazada de decisión práctica. El ser humano, a veces, olvida lo invisible: todo lo que no se compra, pero que sostiene la vida.
Y así, algunas madres, después del divorcio, se quedan con sus hijos. Otras, simplemente los pierden poco a poco, no porque no hayan amado lo suficiente, sino porque el hijo dejó de ver lo que siempre estuvo ahí.
La realidad es dura: hay madres que hoy no reciben ni una visita, ni una llamada.
Pero hay una verdad que no se puede borrar: el amor de una madre permanece, aunque el mundo y hasta los propios hijos lo olviden.
Ese amor es semilla. Y aunque el hijo tarde en reconocerlo, el tiempo y la vida suelen devolverle la claridad para ver quién estuvo desde el principio.
Fuente / Marissa Navarrete